Recuerdo muy vagamente el día en que mis padres me contaron que mi abuela era una superviviente del Holocausto. Pero recuerdo perfectamente qué dije cuando me explicaron que había estado en el campo de Auschwitz: “Ese sitio es famoso”. Tendría unos ocho o nueve años, y sabía muy poco sobre Auschwitz o el Holocausto. A partir de entonces, de forma incompleta y desordenada, poco a poco mi abuela paterna me fue explicando su paso por aquel infierno.
Mazaltov Behar, Fofó para su familia y amigos, nació en Salónica el 5 de agosto de 1925. Tras varios siglos de dominio otomano, Salónica había pasado a formar parte de Grecia en 1912. En ella vivía una importantísima comunidad judía, en ese momento una inmensa minoría que durante siglos y hasta 1923 había constituido su población mayoritaria, después de la expulsión de los judíos de Sefarad por parte de los Reyes Católicos, haciendo merecer a la ciudad el sobrenombre de “la Jerusalén de los Balcanes”. Fofó nació en una familia sefardí de clase media, y vivió los primeros años de su vida de forma relativamente tranquila con su padre, sastre de profesión, su madre y su hermano menor.
Todo cambió en 1941, cuando la ciudad fue tomada por el ejército alemán, pero no fue hasta el 1943 cuando los nazis iniciaron la deportación de los judíos de la ciudad a los campos de la muerte. Junto con decenas de miles de judíos, la familia de Fofó fue enviada a Auschwitz, donde ella sería la única integrante que sobreviviría. Al llegar al campo, con 17 años, Fofó fue una de las muchachas seleccionadas expresamente para ser trasladadas al infame Bloque 10: aquel dedicado a la experimentación con humanos. Se seleccionó a un grupo de chicas, jóvenes y vírgenes, “las más guapas”, según Fofó, para ser sometidas a experimentos de esterilización, a cargo de los doctores alemanes Horst Schumann y Carl Clauberg. En este punto, el relato de mi abuela se vuelve confuso, según recuerdo. Frecuentemente interrumpido por las lágrimas y el dolor, éste se centraba en dos aspectos: el hambre y las consecuencias de los experimentos.
Fofó contaba que durante las sesiones le colocaban una “tabla de madera” alrededor de la cadera, a través de la cual le radiaban rayos X con el objetivo de esterilizarla. Tras la primera sesión, durante unos días Fofó se encontró realmente mal, con náuseas y vómitos. Un mes más tarde, Schumann visitó a mi abuela para comprobar que había tenido el período, y volvió a someterla a otra sesión. Las sesiones de radiación dieron resultado, y unos días después de la segunda sesión los nazis encargaron al médico judío Maximilian Samuel que extirpara los ovarios a mi abuela, uno sano y otro podrido (la radiación le dañó, además, un riñón). Durante su estancia en el Bloque 10, mi abuela estuvo a cargo de una enfermera judía polaca llamada Fela, que le cogió mucho cariño, ya que Fofó le recordaba a su hija. Tras hablar con Fela, el doctor Samuel realizó la operación, después de la cual tuvo una conversación con Fofó. Ella le dijo, entre sollozos, que quería ser madre algún día. Según cuenta, Samuel le dijo que no sabía si algún día Fofó sería madre, pero que si no tenía hijos no sería por su culpa. El doctor Samuel había tomado una decisión: extirparle el ovario dañado, pero dejar intacto el ovario sano. Él sabía que esta decisión le iba a costar la vida. Posteriormente, además, Fela salvó en dos ocasiones a Fofó de su paso por las cámaras de gas.
He de introducir aquí un inciso: tras la muerte de mi abuela he sabido, entre otras cosas gracias a la información proporcionada por Esteban González López, médico, profesor en la Universidad Autónoma de Madrid y socio de la Amical de Mauthausen, que existen otras mujeres supervivientes del Bloque 10 de Auschwitz que cuentan episodios similares, mencionando al doctor Samuel como su salvador.
Lo siguiente que me explicaba frecuentemente mi abuela es que, teniendo ella un principio de tuberculosis, los alemanes evacuaron el campo y obligaron a los prisioneros a caminar sobre la nieve durante cinco o seis días, matando de un disparo a todo aquel o aquella que se parase a descansar. Más tarde supe que estas caminatas se conocen como las “marchas de la muerte”. En cierto punto del camino, la hicieron subirse a un tren con destino a Ravensbrück, donde Fofó estuvo de tránsito para a continuación pasar a Neustadt. Allí, su tuberculosis empeoró y vivió la liberación en un estado de salud muy precario.
Tras su terrible experiencia, Fofó estuvo un tiempo recuperándose en un hospital en Bélgica, junto con otros supervivientes, hasta que regresó a Grecia, donde, habiéndolo perdido todo, tuvo que vivir en una casa de acogida para supervivientes. Al poco tiempo conoció a mi abuelo, Charles Mordoh, también judío de Salónica, que consiguió librarse del paso por los campos de extermino (aunque estuvo preso en varias prisiones y campos de trabajos forzados), y se casó con él. Se instalaron en Atenas, y en 1956 ocurrió el milagro: el nacimiento de su primer y único hijo, mi padre, al que llamaron David Samuel; David por el hermano de Fofó, Samuel por el médico que sacrificó su vida apiadándose de ella.
Dos años más tarde se fueron los tres a vivir a Brasil, donde permanecieron durante ocho años, para después establecerse en Barcelona, cerrando el círculo del éxodo sefardí. Durante unos años vivieron entre la capital catalana y el pueblo de Lloret de Mar, localidad costera donde montaron un negocio de tiendas de souvenirs. Finalmente, se instalaron definitivamente en la población de la Costa Brava, donde me he criado y vivido más de la mitad de mi vida.
Su vida en Lloret y Barcelona no fue fácil, trabajando duramente durante las temporadas turísticas, y soportando como una losa el peso de su experiencia en Polonia, reacia a compartirla con el mundo. Mi abuelo murió en 2002, y pasados unos años, mi abuela vivió un último período de vida muy intenso. En 2007, la Fundación Príncipe de Asturias decidió entregar su Premio de la Concordia a Yad Vashem, la organización con sede en Jerusalén que acoge el Centro Mundial de Conmemoración de la Shoá. Fofó fue una de las personas supervivientes del Holocausto seleccionadas para acompañar a los representantes de Yad Vashem a subir al escenario para recoger el galardón de manos del entonces príncipe Felipe. Sin haber sido nunca particularmente monárquica, mi abuela vivió este evento con una intensa emoción, mezcla de alegría por el reconocimiento y de sufrimiento al reabrir heridas que nunca habían llegado a cicatrizar. Durante los siguientes años fueron numerosos los periodistas y estudiosos que se interesaron por sus vivencias, permitiéndole hacer pública su historia.
Pasados unos años de haber enviudado, Mazaltov “Fofó” Behar falleció en Lloret de Mar en agosto de 2012, poco después de su 87 aniversario. De ella siempre recordaré sus lágrimas, y su increíble sonrisa, que pudo conservar a pesar de todo.
Carlos Mordoh Monforte